nadas con la tradición a las que no dejan de añadirse esencias
de identidad.
na vez contemplado de forma sucinta el panora-
ma actual de este patrimonio etnográfico, sólo cabe decir que
nos hallamos en un momento en el que resulta evidente la pér-
dida de los modos de vida tradicionales vigentes hasta los años
50 y 60 del siglo XX. Esos modos implicaban, como ya hemos
advertido, unas costumbres que, con ellos, también han desapa-
recido. Pero esas costumbres han sido las de la cotidianeidad,
porque las esenciales, las que definían la religiosidad, el orde-
namiento de los pueblos -hoy en parte bajo la tutela de las
Juntas Vecinales-, las que constituían el ritual festivo, las que
regulaban los deportes autóctonos, las que se repetían a través
de la cultura oral y musical, así como determinadas expresio-
nes, vocablos, refranes, leyendas, en cierta forma se mantienen,
y, en algún caso, están tomando nuevo vigor gracias a la apor-
tación de los mismos lugareños, de los grupos regionales, de las
asociaciones, de los eruditos locales y de los estudiosos. Por
tanto, esta cultura que se ha elevado a la categoría de patrimo-
nio, no significa que sea debido a su desaparición, sino a su per-
manencia. Una permanencia con aspectos evolucionados, como
es consustancial a la condición humana. Cualquier contempla-
ción nostálgica, será sólo eso, nostalgia rebozada de romanti-
cismo. El lado positivo, es que del pasado se puede obtener y
recrear la herencia sin por ello dejar de mirar y caminar hacia
el futuro. En consecuencia, únicamente se trata de conocer y
respetar las raíces, y a la vez admitir que es inevitable un nuevo
orden en el que la tradición, porque es cultura e identidad,
puede y debe ser compatible en su justa medida con la moder-
nidad.
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U
Foto: Leyenda “Ares de Omaña”