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demanda de pasto es cada vez mayor; y en el segundo, que las
necesidades de alimento humano y la carencia de grano provo-
can una subida en el precio del cereal y en la renta de la tierra.
Para satisfacer esa demanda y compensar los precios la solu-
ción que en ese momento era más viable es la de roturar nuevas
tierras, lo que da lugar a que las superficies de pasto disminu-
yan, y por lo tanto se eleve su cotización. Pero, a pesar de esta
coyuntura aparentemente favorable para las hierbas montañe-
sas, los precios de los agostaderos se mantienen estables. Fue
entonces cuando los concejos, para revalorizar los pastos, acu-
dieron a la vía judicial. Es el caso, entre otros, de Villaseca de
Laciana, que se enfrenta a D. Juan de Sesma, el de Vega de los
Viejos contra la Cartuja del Paular, el de la mancomunidad de
Salientes, Salentinos y Valseco, o el que emprendió el
Monasterio de San Isidoro de León, contra el Monasterio del
Escorial, para revalorizar el precio de los puertos que arrenda-
ba en la localidad babiana de Pinos. Todos los pleitos fueron
muy dilatados en el tiempo y acabaron resolviéndose a favor de
los demandantes, que coinciden en apelar a la necesidad que
tienen de esas hierbas para el aumento y conservación de los
ganados autóctonos, única fórmula válida para que la expulsión
de los ganaderos revistiera cierta legalidad.
Por otro lado, un texto elaborado por la Colegiata de
San Isidoro nos ilustra de cuales fueron las causas subyacentes
en todo ese entramado y que retuvieron a los montañeses a la
hora de emprender litigios y deshaucios. Ese no es otro que la
dependencia económica que se generaba entre los concejos y
hombres de la montaña con respecto a los ganaderos. Esa
subordinación es la causa de que la cotización de las hierbas
permanezca estancada, ya que en el caso de que los concejos
intenten aumentar el precio de sus pastos la respuesta de los
ganaderos es prescindir de esa mano de obra.
Foto: Museo del Pastor