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dudó, siempre según los cantares, en

arrojar la cabeza del infeliz, troncha-

da y frita, a los pies de sus hombres.

Por fortuna la historia absuelve de

este crimen execrable al Quiñones,

cuya vida de fidelidad y lealtad a la

corona se ve enturbiada por este

romance pese a que, en tiempos del

Adelantado, ni siquiera constaba

documentalmente la existencia de

esta edificación señorial.

El paso inexorable del

tiempo y el abandono humano

nos impiden conocer con el

mismo detalle otras torres y fortificaciones de estos valles que,

sin embargo, constan en las fuentes. Quizás las más celebres

sean las de Torre de Babia, cuyos restos se alzan en el Barrio de

la Serna, la de Canseco o la atalaya de San Emiliano, en el pago

de “El castillo”. Mas si de éstas aún alcanzamos a contemplar

escasas ruinas, no ocurre lo mismo, desafortunadamente, en

Piedrafita, donde hasta fechas muy recientes se conservaba una

espléndida torre de planta cuadrada que dominaba el acceso al

puerto del mismo nombre y protegía el valle. Algo parecido

sucedía en Villablino donde los Quiñones-condes de Luna

tuvieron hasta bien avanzado el s. XVI una espléndida torre cir-

cular.

Y qué decir de Torrebarrio, descrito por Jovellanos, en

1792, como un “gran castillo, con tres o cuatro torres, que

ocupó todo el llano que existe en derredor de la iglesia; apenas

existe otra cosa de sus ruinas que los cimientos de una torre y

de algunos pedazos de cortina”. O del castillo de Aguilar, en

San Martín de la Falamosa, que ya aparece en los diplomas de

Alfonso III, a fines del s. IX, sede de la mandación de Omaña

durante los siglos plenomedievales. Una fortaleza que terminó

en las manos de los Quiñones, como tantas otras de estas tie-

rras.

Desgraciadamente es mucho lo que se ha perdido, mas

el conocimiento y la conservación de nuestro patrimonio nos

permitirá preservar el bien más rico de nuestra hacienda: la his-

toria. Ojalá dentro de unas décadas estas páginas continúen

identificando estos testimonios del ayer.

44.