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La elaboración del picadillo para los chorizos, requiere su mano,
esto es, el tino para equilibrar la proporción de los componentes que
constituirán la mezcla de carne y grasa, y el adobo. Según las cantida -
des y los gustos, así tendrán un sabor u otro, al que contribuirá la fase
de ahumado, que es, en definitiva, la del curado para su conservación,
algo que también afecta a los lomos, costillas, espinazo, a semejanza
del salado de los jamones y del tocino.
Las cocinas de humo, entonces, recibirán en sus varales o
garabi-
tos
cada una de estas piezas, después de un largo proceso repleto de
matices y modos de hacer heredados de los predecesores, convertidos
en fórmulas que entran a formar parte del orgullo de hacer mejor
“matanza” que el resto.
De esta manera, la carne de cerdo ha formado intensamente
parte de la dieta cárnica cotidiana, sobre todo en el cocido.
El aprovechamiento se extremaba, incluso, haciendo de la vejiga, balo -
nes para divertimento de la chiquillada, o empleando la grasa de la
verga del animal, en el engrase de los correajes de los aperos.
Del manto o capa de grasa, se obtenía la manteca, susceptible
de ser derretida para obtener el “unto” que habrá de utilizarse como
condimento, a falta de aceite, y que hará de las sopas de ajo, por ejem -
plo, una delicia gastronómica. Con los restos de esta operación de
derretido, conocida en estos pueblos como
derrita
, aún se preparaban
los
chicharrones
, de los que en otro apartado hablaremos más deteni -
damente.
Será el exhausto final de este mamífero bendecido el día de san
Antón, cuyas denominaciones son tan variadas como su utilidad, a
saber: cerdo, gurrín, gorrino, gocho, gochu, cochu, puerco, porcallón,
marrano, cochino, verrón, chancho...